Lope de Vega murió en Madrid, donde nació, cincuenta años antes de que naciera Bach en Eisenach. Aun así, paseando por Madrid un sábado de otoño se puede convertir el tiempo en un instante. En el corazón del Barrio de las Letras de Madrid vivieron Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo. Todos ellos tienen su calle, unas cerca de las otras. Yo también viví al lado y a veces vuelvo por allí, como ayer, para pasear lentamente porque nunca tengo prisa para llegar a ninguna parte, salvo al interior de mí mismo, entrando en el jardín de la casa de Lope de Vega, como si lograra atravesar el tiempo y aparecer en el siglo XVI. Y en el jardín me encontré con una puerta cerrada. Tal vez Lope de Vega escondía tras esta puerta el secreto de su arte literario, ese que cambió el teatro desde la Poética de Aristóteles, el que enamoró a tantas mujeres e hizo morir de envidia a los mejores escritores de su tiempo, tras escribir sonetos como este:
"Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe".
Luego siguió el paseo, el desayuno en el Café que antes se llamaba Cervantes -un restaurante que aparece en mi novela "Las mentiras inexactas"-, atravesar la calle de la Bolsa, un lugar importante en una de mis novelas favoritas de Galdós, "Lo prohibido", y llegar a la Plaza de la Paja y el jardín romántico del Palacio de Anglona. Antes me había llamado una música de órgano que salía de la iglesia de San Pedro el Viejo, una de las más antiguas de Madrid.
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