Una de las cosas que un madrileño puede hacer en otoño es irse a pasear por la ribera del Duero y ese arco de ballesta que descubrió con Paqui hace treinta años. Llegar a la calle del Collado y tomarse un vino con cacahuetes en la misma taberna de siempre, recibir una llamada al móvil de Pepo Paz Saz para hablar de la vida y acercarse al escaparate de la librería Las Heras para fotografiar la guía que su amigo escribió sobre Soria. Tocar en la puerta del hermoso palacio del siglo XII de otro amigo, Amalio de Marichalar, conde de Ripalda, para saludarle, justo enfrente del Instituto donde trabajó Machado y se enamoró de Leonor. Hace tiempo que este madrileño dio clase a sus dos hijas en la Universidad, que conoció siendo unas niñas en un concierto de música gregoriana en la bella catedral del Burgo de Osma, donde también estaba su hijo, casi un bebé. Y luego comer cordero en la Plaza Mayor, junto a ese Palacio de la Audiencia en el que dio una conferencia sobre Medio Ambiente, y beber una copa de vino tinto de la zona. Y bajar al Duero y perderse en el Monte de las Ánimas de Bécquer, como si esta vida fuera una leyenda escrita por ese madrileño que también es escritor, al pie de la ermita de San Saturio y los álamos de Machado.
Esos álamos junto al Duero.
"He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria -barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra-.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!"
(Antonio Machado. Campos de Castilla, 1912).
Un paseo teñido del oro del campo mientras suena Rachmaninov:
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