¿Qué es lo que queda de la obra después de la muerte? ¿Merece o no la pena destruirla? ¿Qué es eso que llamamos la inmortalidad del escritor? ¿Hasta qué punto se puede estar satisfecho de lo escrito? Estos últimos días he estado releyendo "La muerte de Virgilio", de Broch (Viena, 1886 - New Haven, 1951. Es una novela lírica donde Virgilio se debate entre destruir o no "La Eneida", que ha dedicado a Augusto. El césar lo acompaña en sus últimos días de vida y decide no destruirla. La he leído dos o tres veces en mi vida, y siempre que lo hago no puedo resistirme a buscar "La Eneida" y pasar también sus páginas, y escuchar la ópera de Purcell, claro. Una parte de su espíritu se encuentra en mi novela "La paz de febrero". A veces no sé si soy Eneas, Virgilio o Broch, si estoy en Madrid, Cartago, Viena o Nueva York. Si me escapo por el borde de la página en el viaje de la vida, camino de Roma, del exilio o del sentido de mi existencia. Lo que tengo claro es que me gusta la belleza. No puedo vivir sin ella, sin tocarla, sin escucharla.
Sin saber que tú existes en la noche de los libros y en todas las noches:
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