En ocasiones detengo mi incesante actividad intelectual, siempre entre libros y clases, y pienso en la evolución del mundo, en lo que era antes de que yo naciera y en lo que continuará siendo cuando yo no esté, e inevitablemente pienso en mi padre y en mi hijo. En ese momento miro hacia lo alto y vuelvo a leer al poeta y la claridad que viene del cielo.
"Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se halla entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh, claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo ─esto es un don─, mi boca
espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja".
(Claudio Rodríguez, "Don de la ebriedad", 1953).
Ellos, mi sangre y mi piel:
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