lunes, 19 de junio de 2023

"Los 75 folios de Proust y una copa de vino".

Ayer cantaba el gallo a la hora de comer y las montañas no tenían nieve, a pesar de que yo me las suelo imaginar blancas en muchas ocasiones. El viejo camarero nos trajo una jarra de vino tinto y tras saborearlo recordé algunos fines de semana de mi adolescencia en los inviernos de la sierra. Era el mismo vino de las viñas de mi padre que volvía a probar en casa de José, frente a la chimenea, ya que él se ocupaba de cuidarlas. Y mientras saboreaba aquel caldo oscuro, sensual, diferente a todos los que he bebido, me acordé de las 75 páginas que se han publicado el año pasado sobre el origen de "En busca del tiempo perdido". Antes de morir, Proust legó su archivo personal a su hermano Robert, y este, a su vez, se lo había dejado a su hija, Suzy Mante-Proust. En 1949, la sobrina del escritor encargó su clasificación a Bernard de Fallois, entonces un joven profesor de apenas 23 años, que tan solo llevó a cabo una parte del trabajo. En 1954, publicó "Contra Sainte-Beuve", una obra inacabada de crítica literaria de Proust, en cuyo prólogo se mencionan los 75 folios, una alusión que se ha tenido, durante casi tres cuartos de siglo, como la principal prueba de su existencia. No obstante, Fallois no dio nunca a conocer aquellos papeles. Una vez fallecido, en 2018, se hallaron en su domicilio los archivos proustianos, con aquellos folios y otros documentos y manuscritos. El vino de mi infancia, la magdalena, la memoria involuntaria y tantas imágenes en mi mente. Swann podía haberme dicho que me detuviera, pero se mostró reservado, como si la infidelidad de Odette de Crécy no fuera con él. Todavía no era el tiempo de su hija y de las muchachas en flor. Gilberte o el amor infantil que perdura aún más allá de la muerte, en medio de aquella tierra blanca de la memoria. Los Campos Elíseos están ahora muy lejos como lo estaban para Marcel o el propio Proust, escuchando la frase que salía de lo más profundo de su conciencia. Sus amores, los de Albertine, Orianne de Guermantes, la misma Odette y su hija Gilberte se confunden -para siempre- con la silueta delicada de la niña que le descubrió el placer, el dolor y los misterios del amor. Y acaricio su pelo, ella se aprieta a mí (tú te aprietas a mí). Bailamos con los ojos cerrados. Tal vez sea la sala de fiestas la que gire. La música no se detiene y los recuerdos se deslizan a través de unos cuerpos a través de las montañas. 
 
Ayer la escritora Juana Vázquez escribió entre los comentarios a mi post sobre cómo veo el presente y el futuro de la literatura: "¿Cuál es el olor literario de Justo Sotelo? Yo creo que huele a libertad y futuro". Un poco más abajo una nueva amiga de las redes sociales, Clara Vega Rodríguez, dijo: "Yo solo sé que tú me sabes a esto?" Y compartió uno de los momentos más románticos y mágicos de la historia de la música, que me llevarían a otra "epifanía" como la que acabo de contar más arriba, en el Teatro Real cuando aún era sala de conciertos y mi novia de entonces hacía cola, cansada, a las 7 de la mañana para sacar las entradas después de terminar su turno de noche como médica en el hospital de la Princesa (muchos años después la convertí en personaje de mi novela "La paz de febrero", de 2006):
 
En los 75 folios de Proust, el protagonista no moja una magdalena en la infusión, sino pan tostado. Tampoco saborea el vino que yo me llevé ayer a los labios después de tantos años, mientras cantaba el gallo, aunque de alguna forma siempre buscaremos recordar las primeras separaciones de nuestra madre por las noches, la figura de la abuela, los caminos de la vida y las muchachas en flor.
 
 

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