Soy novelista, entre otras cosas, y reconozco que no lo puedo evitar y me gusta que los libros de poemas me cuenten historias. Tengo una mente narradora y siempre estoy contando historias, a los demás y a mí mismo.
Estos días he leído el último libro de poemas de Rosana Acquaroni (Madrid, 1964) "18 ciervas" (Bartleby, 2023). Conocí a Rosana hace años a través de mi amigo y tertuliano Santiago Martínez Sáenz que la invitó a la tertulia cuando la hacíamos en la Sala de Juntas de la Universidad San Pablo CEU (yo era Vicedecano entonces), siempre con alumnos. Después nos volvió a visitar en alguna ocasión más. Esto me permitió analizar "Cartografía sin mundo" (1995) y "Discordia de los dóciles" (2011) y más tarde "La casa grande" (2018), libro con el que inicia una mirada hacia sí misma sin olvidarse de crear literatura. Y algo similar observo con su último libro publicado, "18 ciervas", donde además de hablarnos de un amor otoñal, íntimo, particular, cotidiano, lo sitúa en un contexto universal. Y este es el primer aspecto que me gustaría destacar del libro. La temática y los motivos de cualquier texto literario pueden abordar asuntos muy personales, pero si no son elevados a la categoría universal, entonces la literatura de calidad, la que permanece, se habrá quedado por el camino. Esas ciervas del título nos transportan a una cueva prehistórica del norte de España y de esa forma "construye" una literatura donde se mezclan los estilos sintácticos a partir del mismo contenido semántico de toda la historia de la humanidad, el amor.
Ante lo eterno o inmutable, surge la idea de modernidad a partir de lo que se puede considerar transitorio, fugaz y contingente, como diría Baudelaire en su obra "El pintor de la vida moderna" (1863). Hoy hablaríamos de posmodernidad e incluso poscontemporaneidad y llevaríamos esos adjetivos aún más al extremo. Mientras leía el libro de Acquaroni pensaba en los objetivos del arte y la literatura con la idea de rescatar o separar, precisamente, lo eterno de lo transitorio. A principios del siglo pasado, Proust y Benjamin repensaron las formas de entender la historia y la memoria, y en concreto el primero aludió a una memoria independiente de la inteligencia y la voluntad que llamó “memoria involuntaria”. En Benjamin, la historia permanece abierta por la naturaleza heterogénea del tiempo, en el que se llegan a producir saltos dialécticos, recuerdos y actualizaciones del pasado y presencias de diferentes temporalidades en el presente. Desde la perspectiva de Benjamin, el tiempo sería impuro al estar cargado de memoria y actualidad. También se presenta así en la obra de Proust, cuando el escritor o Marcel, su álter ego, inicia la busca del “tiempo perdido”, es decir de todo aquello que se encuentra olvidado en una interioridad temporal. Es la experiencia del despertar de la memoria involuntaria que sucede en un día de invierno -como en un relato de Benjamin- cuando la madre le ofrece un té y una magdalena que, como la manzana de Benjamin, son los que reavivan una serie de sensaciones que no son fáciles de controlar. O como las ciervas de una pequeña cueva dormidas en el tiempo de la memoria voluntaria y que una voluntad creadora las recupera para la vida a través del arte y de la literatura.
Pasando las páginas del libro observaba que el despertar de la voz poética intelectual se fusionaba con la experiencia que involucra a los sentidos y la propia memoria sensible. En Acquaroni esa memoria y ese despertar se lo brindan, a través de la literatura, las figuras seculares de una cierva o de 18 o de una mujer o de todas las mujeres desde los albores de la humanidad hasta estos tiempos efímeros de la posmodernidad.
El ciervo y la cierva suelen estar sujetos a multitud de depredadores, pero con Acquaroni se salvan, y gana la literatura.
Gracias por tu lectura y tu mirada, Justo. Abrazos.
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