Madrid en septiembre es como un libro abierto para mí que se abre a mi izquierda y a mi derecha, con la estación de Metro y los taxis y las bicicletas, y las marquesinas y los anuncios. Sí, es como un libro donde las páginas son horizontales y se despliegan ante mis ojos para que las vaya escribiendo (ahora que ya he publicado mi último libro es hora de empezar a pensar en el siguiente, quizá una novela, aunque vuelva a tardar diez o veinte años en escribirla). Madrid en septiembre es como la foto que me hice ayer después de clase. Ya había dejado de llover y salido el sol. Me gusta mi barrio y el ruido y el jaleo y las prisas, y la gente que va y viene y que se mete en las tiendas a comprar ropa y zapatos, y en las pastelerías y heladerías para comer pasteles y a beber horchatas y batidos de yogourt. Me gustan mis alumnos de este primer cuatri que conocí ayer. Tienen 18 años, aunque alguno aún no los ha cumplido. Y no han votado este julio. Tienen toda la vida por delante y yo les quiero hablar de ella, de la vida. Ayer empecé a hacerlo. Les hablé de la democracia y de que deberían desaparecer las fronteras y los localismos y los nacionalismos, tan anacrónicos. Y les dije que viajen y que lean y que estudien, y se darán cuenta de que este mundo está lleno de gente como nosotros y de que todo está por descubrir, de que lo tienen que descubrir para ser felices.
Me gusta escuchar la canción que me enviaste una noche de otoño y que cantaste para mí, como la que escuchaba con los cascos mientras pensaba en ti y en Madrid en septiembre:
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