lunes, 26 de octubre de 2020

"Sueños de invierno en otoño".

Ayer me pareció ver a Yuri Zhivago y a Lara Antipova amándose. Como a Zhivago a mí también me sobra con una ventana, una abertura, un pasadizo que me permitan escapar de la cárcel más inmensa que pueda concebirse, una cárcel tan grande como el mundo. Me basta con un mínimo cuadrado que me deje ver el cielo, con mi hijo, en un vagón repleto de personas; me basta con un cerco de luz en un cristal cubierto por la escarcha. 
 
Era muy joven cuando la abuela de una de las novias de mi hermano, viuda de un general de la República enamorado de las sinfonías de Chaikovsky, nos habló del músico ruso, de unas obras donde se mezclaba la técnica más depurada con la pasión, la melodía y el buen gusto. Después supe que su carácter atormentado tal vez se debiera a la lucha que mantuvo toda su vida por ocultar su homosexualidad.
Ayer no pensé en ello mientras recorría parte del páramo castellano escuchando su primera sinfonía, ese viaje por la Rusia nevada en tiempos de lluvia de otoño. El subtítulo escogido por el compositor para su sinfonía es "Sueños de invierno", lo que reforzaba esta retórica programática con el nombre que dio a los dos primeros movimientos (los otros dos carecen de indicaciones descriptivas): "Sueños de un viaje de invierno" y "Tierra desolada, tierra brumosa". La obra está dedicada al pianista y director Nikolai Rubinstein, hermano de Antón, quien se encargó de dirigir el estreno de la sinfonía completa en febrero de 1868.
 
Ayer llovía, no dejaba de llover, y a veces no sabía si el coche se deslizaba por las encharcadas carreteras secundarias o por las cuerdas de los instrumentos de la orquesta.
 
Es esa ventana desde la que se ve el cielo:
 

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