Era domingo, como hoy, llovía y ella 
había esperado más de una hora para sacar las entradas. Luego se fue a 
la cama, después del servicio nocturno como médica en el Hospital de la 
Princesa. Años después se convertiría en una de las protagonistas de mi 
novela "La paz de febrero". De mí ya decían que me empezaba a convertir 
en un actual y seductor Mañara, incluso en el Bradomín de Valle-Inclán, 
aunque mi infancia no hubiera transcurrido en un patio de Sevilla.
 Esa mañana de domingo llovía tras los cristales del edificio de la 
Plaza de Oriente, como en el poema de Machado, como ayer sobre el 
cristal de mi coche conduciendo por las románticas calles de Madrid. 
Aquel día yo no estaba "mal vestido", ni llevaba un libro en la mano, al
 igual que el maestro que dicta la lección a sus alumnos en palabras del
 poeta que murió en Collioure recordando aquellos días azules y aquel 
sol de su infancia que también aparecería en otra de mis novelas, 
"Entrevías mon amour". Aquella médica adquirió años más tarde los rasgos
 de una actriz que quizá estudió Literatura Comparada y escribió un 
libro de cuentos que giraba en torno al movimiento central del Segundo 
Concierto de Rachmaninov. Me lo leyó en la cafetería del Edificio B de 
la Complutense y al acabar me quedé mirando sus ojos unos instantes 
eternos. Me habría gustado penetrar en ellos, pero me contuve porque tal
 vez me hubiera encontrado con mi propio rostro. En la calle del domingo
 de los diecinueve años en el que escuché por primera vez en directo la 
Segunda Sinfonía de Rachmaninov continuaba lloviendo, y dentro del 
edificio del siglo XIX construido por Isabel II tan solo existía una 
excusa para la melodía inabarcable del compositor ruso que coqueteó con 
la locura. Entonces yo llevaba un traje con chaleco y ella estaba 
enamorada de mí.
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