Ayer llovía con amor sobre Madrid y era agradable pasear por las viejas calles del centro. Las cosas me ocurren siempre amorosamente, como si me buscaran para justificar el lado bueno de la vida. Al pasar junto a la puerta de la primera fotografía, me quité unos instantes la mascarilla mojada por la lluvia cariñosa, y sonreí. ¿He dicho alguna vez que no me gustan los paraguas? Una de las cosas que echo en falta en estos tiempos es observar la sonrisa de la gente, de mis alumnos, de los niños en los columpios y los viejos en los parques, aunque siempre les delate la sonrisa de los ojos. Me gustan las sonrisas y si no las encuentro las busco y las provoco. Un poco más allá un barrendero retiraba unas "hojas muertas" junto a la fachada de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (segunda fotografía), mientras tarareaba una canción francesa que sirvió de emblema de la "resistencia" durante el confinamiento de marzo y abril en Francia, y verbalizaron algunos soñadores a los que les gusta escribir. Esa forma de contarnos la vida sonriendo, incluso por Wasap, busca que la vida no se nos olvide incluso en tiempos extraños de pandemia. Al pasar por delante de la tercera fotografía recordé la clase que di el otro día a mis alumnos en la Universidad, hablándoles de Medio Ambiente y los problemas del plástico y las tres islas de los océanos que no esconden tesoros, precisamente. Les dije que el insignificante tapón de cualquiera de esas botellas tarda 400 años en desintegrarse, es decir, que sobrevivirá a cuatro o cinco generaciones de millones y millones de sonrisas. Poco después se cruzaron dos chicas hablando de sus gatos. La madre había tenido seis crías, decía una de ellas con el pelo lacio y rubio a la otra, morena y de pelo ensortijado, y necesitaba encontrar alguna familia de acogida. En ese momento me acordé del viejo gato blanco que ha perdido hace unos días la familia de mi amigo Pepe Adsuar Soto y que se llamaba "boina" por una mancha negra que tenía en la cabeza, y que tanto echan de menos en su casa. Y pensé que mientras seamos capaces de sentir ternura, habrá motivos para seguir sonriendo.
Ahora me tomo el primer café de la mañana y escucho la canción que tarareaba el barrendero:
¿Sonreímos a la cámara?
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