Escribir y dar clase es de lo poco que sé hacer. Desde pequeño me inventaba historias subido en aquella bicicleta verde de todos los veranos, a partir de las películas que veía en el cine y la TV, y de los libros del colegio que me enseñaban cosas diferentes durante los otros meses del año. Y estas historias llevaban música, de aquellas películas y de los compositores que también iba descubriendo cada día en el Teatro Real, el Monumental, el templete de El Retiro y de Radio Clásica. No sé vivir sin música, sin libros y clases, sin el cine y sin el teatro, como me ha ocurrido esta semana en la que he visto "La casa de Bernarda Alba" y "Melocotón en almíbar" (las dos fotos que he puesto).
No recuerdo dónde me encontraba aquella tarde. Creo que estaba leyendo un libro de Lorca sentado en un banco de la calle, tal vez cerca de El Retiro. Yo era muy joven y se sentó a mi lado una señora muy mayor. Al verme el libro, empezó a hablarme de Lorca. Lo había llegado a conocer, pero el fanatismo se lo llevó. Me contó muchas anécdotas de la vida del escritor y yo se las conté años después a una chica francesa que conocí en las Cuevas de Sésamo y que me dijo que yo le recordaba a Lorca, con mi traje blanco de lino (en la tercera foto de la serie de TV de Bardem). Estaba en Madrid para escribir una tesis sobre Lorca. Cada vez que voy al teatro pienso en el autor, en ese tiempo en el que escribe su obra en una habitación solitaria o la mesa de un Café, como me ocurrió ayer con Mihura o el otro día con Lorca.
Sentado en aquel banco, mientras aquella señora tan mayor me hablaba de Lorca, ya sabía que la única patria que merece la pena es la de la paz y la igualdad, y la de la hoja en blanco:
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