El misticismo del invierno suele recordarme a la Novena Sinfonía de Gustav Mahler.
Detengo el coche junto a un riachuelo. Echo el asiento hacia atrás y
cierro los ojos. Es como si el agua fuese capaz de escuchar, en
silencio, las notas musicales que desprende el alma gracias a la
partitura de Mahler.
La interpretación de la Joven Orquesta Gustav Mahler dirigida por
Claudio Abbado es espléndida y luminosa; resulta fascinante ver a los
jóvenes tan preparados y artistas. El primer movimiento es indefinible,
de otro mundo, y fue el causante de mi epifanía con Mahler en torno a
los 15 años. Recuerdo una noche lluviosa en el Auditorio de Música de la
calle Príncipe de Vergara de Madrid y a una mujer cercana a los 90
años. Cuando terminó la sinfonía transcurrieron unos segundos sin que
nadie aplaudiera, tal era el estado de éxtasis en el que nos había
sumido el adagio final. Entonces la señora dijo con voz entrecortada que
Mahler era el único compositor capaz de detener la sangre de sus venas.
Y me fijé en que por su hermoso rostro se deslizaba una lágrima. Ella
sabía que a partir del minuto 54 nos había hablado Dios.
Abro los ojos y veo.
Abro los ojos y veo.
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