El mes pasado pedí a la poeta y tertuliana italiana Mirta Barbonetti que preparase una charla sobre el pintor y director de cine Peter Greenaway, al hilo de una conversación que habíamos tenido en la tertulia. Aparte de que se llevara mi novela "Poeta en Madrid" a un hotel de los Dolomitas e hiciera una hermosa lectura, me gustan su sensibilidad e inteligencia, su nobleza y su sentido de la gratitud, lo que no siempre veo en todas partes. En cierto momento, Mirta citó a Greenaway, lo que supuso una especie de anagnórisis para mí, tal y como le sucedió a Marcel con la magdalena de Marcel Proust en el primer libro de su "En busca del tiempo perdido", y me transportó a mi juventud en los cines Alphaville de Madrid, donde Greenaway fue un artista esencial. Sin embargo, Mirta se ha puesto malita y al final no ha podido ser en este curso.
Esto se lo escribo para ella, esperando que dentro de un tiempo ella escriba algo parecido para mí y para la tertulia del Café Gijón.
Peter Greenaway (Newport, 1942) es uno de los cineastas, pintores y escritores más vanguardistas de la segunda década del siglo XX. En su obra hay joyas que me han hecho pensar y disfrutar del arte y la literatura como las películas "El contrato del dibujante" (1982), "El vientre del arquitecto" (1987) y "El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante" (1989) y son los tres fotogramas que he compartido. En su mundo viven Antonioni, Bergman, Godard, Pasolini y Resnais. Podría pasarme muchas horas hablando de Greenaway (lo que haré si me animo a escribir el libro que me ha encargado una Universidad para relacionar la literatura y el cine. Mi cabeza es un hervidero de ideas, literarias y científicas, y veremos cuáles son las que triunfan). Ahora me tomo el primer café del día y me centro, muy brevemente, en la primera película, "El contrato del dibujante", una alegoría mitológica de la creatividad basada en el mito de Perséfone, Hércules, la Diosa Blanca, el Rey del Año y el Greenman, como formando parte de la mitología céltica y griega, y en particular según la interpretación de Robert Graves, ese genio culto y jipi que está enterrado en Deià, en la Tramontana mallorquina, cuya tumba quiso enseñarme hace años el librero Jos Framis Bach -dormí en su casa varios días-, pero yo preferí quedarme charlando con un amigo en un café. En el verano del año 1694, Neville, un prometedor dibujante, visita la casa y las propiedades de Herbert de Compton Anstey en Wiltshire. Recibe un encargo, pero no de Herbert sino de su mujer. Se firma un contrato y, a cambio de doce dibujos de esta casa con el foso y los jardines, Neville convence a la señora Herbert para tener relaciones íntimas. Así se inicia una intriga doméstica que le convertirá en sospechoso no solo de adulterio sino de otras cosas. Esta película trata de la perspectiva, tanto geométrica como psicológica, técnica que logra representar la realidad y el punto de vista que adoptamos ante ella. Encuentro esta geometría en el comportamiento del protagonista y el esteticismo que caracteriza a Greenaway e incluso en detalles de los diálogos.
Y luego, Mirta, está la música envolvente y minimalista de Michael Nyman que escucho sin parar mientras me tomo el primer café del día, como la de una especie de Henry Purcell de mi época:
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