Me gusta la Plaza de Colón de Madrid cuando llueve, como en esta foto de finales del mes pasado.
Me gusta la Plaza de Colón cuando entro en la Biblioteca Nacional a buscar un libro que no se puede encontrar en ninguna otra parte, porque me gusta estudiar, investigar, leer y escribir.
Me gusta la Plaza de Colón cuando voy a su teatro, o cuando iba. Entonces había una fuente ruidosa y yo me quedaba a escuchar el sonido de aquella cascada.
Recuerdo que atravesé la Plaza de Colón cuando me llevaron por primera vez al Museo Arqueológico y me impresionaron las pinturas de las Cuevas de Altamira que se reproducen en la entrada. Tenía 6 años y recuerdo que un ordenanza se enfadó conmigo por saltarme el cordón y sentarme en un viejo sillón que había pertenecido a un rey. Yo me encogí de hombros; en aquella época ya no me gustaban los reyes, los políticos ni nadie que tenga el poder de cualquier tipo. No me gustan las banderas, los himnos, las fronteras y tampoco la gente que grita. Con los años me he saltado más cordones y más de uno ha vuelto a enfadarse conmigo. Por eso también me gusta la Plaza de Colón.
Me gusta la plaza de Colón porque es el centro de mi ciudad, y me gusta mi ciudad, y porque al lado están el Café Gijón y la escultura de Valle-Inclán. Me gustan el teatro y las novelas de Valle-Inclán. En un banco enfrente del Gijón se sentaba a leer mi gran amigo Miguel Ángel Andés. Me gustaba tomar el sol en su terraza de Lavapiés y hablar con él de Nietzsche, Vian, Artaud y Lautréamont. Y por eso lo convertí en personaje de alguna de mis novelas.
Me gusta la Plaza de Colón porque allí nos besamos muchas veces. Una vez se sentaron en el suelo, junto a nosotros, unos jóvenes con barba y el pelo largo, y se pusieron a tocar una música romántica y delicada. Me sigue gustando Chaikovski y en ocasiones volvemos de la mano a aquel banco para besarnos.
Me gusta la Plaza de Colón porque a veces se llena de cisnes:
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