Ayer escribí un post sobre Electra y la complejidad de las mujeres y ahora, mientras me tomo el primer café de la mañana, pienso en el complicado papel que han tenido las mujeres para ser consideradas tan buenas escritoras como los hombres. Recuerdo una tertulia (en la fotografía con Mercedes de Vega, José Manuel y Cefe), en la que hablé de lo mucho que he leído y me ha interesado siempre Virginia Woolf, sobre todo desde que Paqui me hablara de su libro favorito, "Al faro", y después de conocer a Ana María Navales y sus "Cuentos de Bloomsbury", uno de los mejores libros de cuentos españoles de la segunda mitad del siglo XX.
Para Woolf la mujer "contada" por la literatura es un ser interesante: bueno y malo, dulce y trágico. Clitemnestra, Medea, Desdémona, y no solo en el teatro, sino en las novelas de Balzac o de Proust. Pero, ¿cómo ha sido tratada como escritora?, se pregunta. Si lo gatos sin cola no van al cielo, me dijo una tarde mientras paseábamos por la Gran Vía, las mujeres tampoco podrán escribir como Shakespeare. ¿Si Shakespeare hubiera tenido una hermana llamada Judith, habría sido capaz de escribir todas las obras de su hermano? Él aprendió latín en la escuela secundaria, donde leyó a Ovidio, Virgilio, Horacio, así como gramática y lógica. Vivió una juventud aventurera y se fue a Londres en busca de fortuna después de tener un hijo. Le gustaba el teatro, eso estaba claro. Fue actor, autor, tuvo éxito y el amo del mundo en su tiempo. ¿Y su hermana, qué habría podido hacer ella? Sus padres la querrían, claro, pero hubieran pensado en casarla con el hijo de un rico comerciante de la localidad. Y como Judith estaría enamorada de la musicalidad de las palabras, huiría de casa (pudo haberlo hecho, sin duda), se iría también a Londres, querría trabajar en el teatro, pero nadie la contrataría. Acabaría preñada de un autor o actor o director. Moriría sin pena ni gloria, se llamara Judith o no. Cualquier mujer “artista” en el siglo XVI se hubiera vuelto loca por vivir algo parecido, o incluso se habría suicidado, aunque es posible que también les ocurriera a muchos hombres.
En su opinión, escribir una obra genial era una proeza. Todo estaba en contra de la mujer que quería ser escritora: los perros ladraban, la gente gritaba, había que conseguir dinero, la salud fallaba cuando menos se esperaba. El mundo no le pedía que escribiera una obra, y tampoco una obra maestra. Si salía era casi un milagro. En el caso de la mujer (no en el de Carlyle, Keats o Flaubert, me asegura tras pedir una horchata en la terraza del Círculo de Bellas Artes) será un doble milagro. Ya no sería eso de escribe si quieres, que a mí me da igual, dirigido al hombre, sino ¿escribir, para qué?, en el caso de las mujeres. Virginia mira hacia el cielo de Madrid, y me habla de Jane Austen, las hermanas Brontë y George Eliot, mujeres que abrieron el camino a otras muchas mujeres, algo similar a lo que ocurrió siglos atrás con los hombres que se dedicaban al arte. Austen escribió sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones, y algo similar le ocurrió a Charlotte Brontë. A través de este razonamiento, Virginia Woolf llega a una primera conclusión, las mujeres escriben como escriben las mujeres, no como lo hacen los hombres. Y pasa a hablarme de los autores vivos. En su época, las mujeres escriben de todo, y usan la literatura como un arte (casi autobiográfico) que terminará convirtiéndose en un medio de expresión. Ahora hay que ser más severo con las propias escritoras que empiezan a dominar el terreno intelectual. ¿Por qué las escritoras creaban heroínas tan simples, alejadas de complejidades sentimentales? Es evidente que Virginia no pretende caer en la “tonta” y gratuita alabanza de su sexo.
Me dice que nos demos un paseo por el Retiro y entonces saca una segunda conclusión para las mujeres escritoras. Tienen que escribir olvidándose de que son mujeres y llenar las páginas de la cualidad sexual que solo se logra cuando el sexo se ha convertido ya en algo inconsciente de sí mismo. Y mientras pisamos la hierba se refiere a aquel tiempo en que las mujeres no podían pisar la hierba o entrar en una biblioteca salvo que la acompañara un "felow”" o "scholard". Es el 26 de octubre de 1928, un día en el que Londres no piensa en escribir novelas, ya sean de hombres o mujeres, ni en Shakespeare. Mi amiga reconoce el esfuerzo para separar un sexo de otro, con su influencia sobre la "unidad de la mente". Porque lo ideal es que los sexos cooperen. ¿La mente tiene también dos sexos, se pregunta, que se corresponden con los dos sexos del cuerpo que necesitan estar unidos para lograr la satisfacción y la felicidad? Quizá lo ideal es que existan escritores "andróginos". Coleridge argumentó que las grandes mentes son andróginas, como ocurre con los escritores que la apasionan: Shakespeare, Sterne, Keats, el propio Coleridge. La mujer es ser mujer con algo de hombre, y el hombre es hombre con algo de mujer.
Me vuelvo a casa escuchando música con los cascos. A veces las horas pasan sin que me dé cuenta, me dice la señora Dalloway al principio de la calle Princesa:
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