Amanece un domingo de verano en Madrid.
¿Bailamos juntos mientras abrimos los ojos o prefieres escuchar a Miles Davis?, te pregunto con la taza de café en la mano. Me dices que prefieres bailar, y te agarras a mí. Sonrío, paso una mano por tu frente, te subo ligeramene el pelo y te estrecho aún más contra mi pecho. Los dos sabemos que la madre de Davis tocaba el violín y su hermana Dorothy el piano; su abuelo tocaba el órgano, y en su casa se escuchaban las canciones de los esclavos de las plantaciones de algodón (góspel, blues y worksong). Miles no dejaba de escuchar música en la radio, vender periódicos y ahorrar algo de dinero para comprarse discos de jazz, que ya escuchaba desde los ocho años, sobre todo de Louis Armstrong, Duke Ellington, Count Basie, Bobby Hackett, Bessie Smith y Harry James, hasta que un día un médico amigo de su padre le regaló una trompeta, y él se animó a estudiar música. Luego se fue a París, mucho antes que nosotros, pero eso no nos importa. Años después lo encontramos en un club de jazz porque el tiempo es circular para el amor, el arte y la belleza.
Y ahora toca la trompeta para nosotros, en esta mañana de verano, en este domingo de verano mientras amanece en Madrid, para ti y para mí, aunque decir tú y yo sea redundante:
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