Me tomo un café, miro el mar y pienso en el mundo de 1922, hace un siglo exactamente. Era la época de Picasso, también del "Grupo de Blommsbury", con Keynes y Woolf a la cabeza, del magisterio de la obra de Russell y del Círculo de Viena. Wittgenstein escribió hace un siglo que todo de lo que podemos hablar nos viene ya dado por el lenguaje. Si, por un lado, nos maravillamos ante la existencia del mundo, por otro no dejamos de verlo como lo más cercano, y llevó así el pensamiento al límite. Otto Weininger será el "enfant terrible" de la generación del fin de siècle. Se suicidó joven en la casa donde murió Beethoven y nos dejó para la posteridad su "Sexo y carácter". Para Wittgenstein la relación que se establece entre genio y muerte se convirtió en una obsesión que le permitía huir de la mediocridad. Karl Kraus le empujó hacia la claridad de lenguaje, en la línea que va de Freud a Schnitzler, de Schönberg a Kolo Moser, sin olvidarnos del arquitecto Adolf Loos, con quien Wittgenstein mantuvo amistad en busca de la pureza. En el Prólogo de su "Tractatus", Wittgenstein asegura que no es posible pensar el "límite del pensamiento" y que, por ello, únicamente cabe trazarlo en el lenguaje. Pero, podríamos preguntarnos de qué sirve trazar el límite en el lenguaje si no vamos a poder pensarlo en realidad. Me imagino a Wittgenstein encerrado en sí mismo, como si estuviera separado del mundo por una pared o por un cristal invisible. Después de todo, de lo que no se puede hablar es mejor callarse.
Wittgenstein identifica la música de Brahms y Beethoven como la barrera que lo alejó del suicidio. Quizá escuchara una de las últimas obras de Brahms, una de las cosas más bellas y perfectas que yo he escuchado en mi vida:
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