Estas últimas noches no he visto la famosa lluvia de estrellas sobre el océano, pero he contemplado atardeceres como el de la foto y el posible rayo verde del que hablaron Julio Verne en una novela y Eric Rohmer en una película. Y para hacer caso a la leyenda, yo también pedí un deseo, de esos que no se pueden confesar. Me tomo un té, veo cómo la luna rueda lentamente por la montaña que tengo a mi izquierda y escucho una música electroacústica, "Cefeidas" (1990), de Francisco Guerrero Marín (Linares, 1951-Madrid, 1997) y su idea de incorporar las matemáticas y la física a la música, por ejemplo, a través de los fractales. Son las estrellas "miliares" del Universo, diez veces más grandes que el sol, que dedicó al compositor veneciano Luigi Nono. Cuanto más brillante es una cefeida, más lentas son sus pulsaciones. Por lo tanto, al medir el periodo de pulsación de una cefeida se puede deducir cuál es su luminosidad y, de ahí, se puede saber la distancia.
Termino el té con leche y recuerdo los conciertos de música clásica contemporánea en el Teatro Real y el Auditorio Nacional de Madrid, a los que he ido desde joven sin dejar de maravillarme. Hace años intenté escribir una novela a la manera de los fractales, pero no me salió tras empezarla una y otra vez y romper decenas de páginas. Sé que necesito ser contemporáneo de mí mismo, como diría Walt Whitman, y que mi desconocimiento de todas las cosas es inmenso. Busco conocer el pasado, pero desde el presente y mirando hacia el futuro. No tiene sentido volver a escribir lo que ya está escrito, y yo no he nacido para eso.
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