¿Las mujeres necesitan hoy a los hombres? Me lo he preguntado a partir del último libro de relatos de la arquitecta y escritora Cristina García-Rosales. Es amiga virtual desde hace años (sé que vive en El Escorial, tiene dos hijas y en alguna ocasión me ha preguntado por la tertulia del Gijón) y me lo envió el otro día. Ayer estuve pensando en él, acompañado por el ir y venir de las olas enfurecidas sobre las rocas y la arena de la playa. Es un libro con relatos bien escritos, sin florituras formales, de diferente extensión, en los que prima la ironía de las narradoras, que ya no buscan precisamente al príncipe azul. Como siempre explico a mis alumnos en la Universidad, en España la revolución más importante de las últimas décadas del siglo XX la hicieron las mujeres. En las páginas de este libro encuentro mucha rebeldía, unos deseos de auto afirmación, de encontrar un espacio que no distingue de géneros, aunque los relatos estén escritos por una mujer que ha trabajado tanto como un hombre. Y he observado abundancia de símbolos que se concretan a través de las imágenes contundentes y decididas. Madrid es escenario de la mayor parte de las historias y se convierte en un territorio universal a través del lenguaje que usa la autora.
Me ha interesado, en especial, la forma de expresarse en el terreno literario de una profesional de la arquitecta, con su propio estudio, que es la presidenta de la asociación "La mujer construye" (desde 1997) y fue comisaria y diseñadora de exposiciones como "Un viaje imaginario a través de la poesía de los espacios construidos", en el 2002, que estuvo en Madrid, Sevilla, Beirut, Roma, Utrecht, París o Bolonia. Yo no lo sabía cuando visité la Expo de Sevilla en 1992 (me quedé a dormir en el barrio de Santa Cruz, donde siempre duermo cuando voy a Sevilla), pero Cristina diseñó el Pabellón de la India en colaboración con el arquitecto y escultor Julio Pellicer. Y también ha dirigido cursos en Carrara, Beirut y otros lugares.
Y se lanzó al mundo de la narración.
Me detengo en unos párrafos de "Puedo contarlo" (pp. 143 y ss.), un relato autobiográfico, el último del libro:
"Llegaron a mi casa un martes, creo, varios hombres (enfermeros, camilleros, no sé bien), enfundados en trajes de plástico, con gafas y máscaras. Parecían astronautas y daban algo de yuyu. Me tomaron el oxígeno con una pinza en un dedo, y vieron que lo tenía muy bajo. Me lo enchufaron con un tubito y me dijeron: Nos vamos. ¡Qué casa tan bonita tienes! Cogí alguna cosa que metí en una bolsa roja y bajé con ellos la escalera seguida con un hombre que llevaba una bombona de oxígeno.
Me subí a la camilla, parecía una peli. Pero no lo era. Con la sirena encendida llegamos al Hospital (...)
Al día siguiente, creo que era el trece de marzo, recuerdo estar en la UCI. Te vamos a dormir. Es lo mejor para ti. Cuando despiertes ya habrá pasado todo. Te curaremos mientras estás en lo mejor de tus sueños. Tuve que firmar un papel, autorizando que me sometieran a un coma inducido".
Unas páginas después termina el relato:
"Esta es mi experiencia. Ya voy a la calle sola, trabajo. Leo. Escribo. Me echo la siesta. Miro a la calle. Empiezo a pensar en mi futuro. Soy consciente de que estoy aquí, de que no me fui. De que decidí vivir aunque no me acuerde. Pero sé que fue mi decisión.
Se avecinan cambios".
Y me envió su libro.
Escucho el mar a mis pies en todo su esplendor.
Amanece.
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