Ayer por la tarde invité a casa a tomar el té con leche a Stefan
Zweig, Max Ophüls y Franz Liszt. Además Lang Lang estuvo tocando el
viejo piano de finales del XIX construido en Barcelona.
Estuvimos
hablando de "Carta de una desconocida", la historia de aquella mujer
enamorada de un hombre que nunca se acordará de ella. Según nos contó
Zweig ella le dijo que únicamente quería hablar con él, decírselo todo
por primera vez. Tenía que conocer toda su vida, que siempre fue la suya,
aunque nunca lo supiera. No obstante, solo él sabría su secreto, cuando
ya estuviera muerta y ya no tuviese que darle una respuesta; cuando
esto que ahora le sacudía con escalofríos fuese de verdad el final.
Ophüls nos habló entonces de la forma en la que rodó la película cuando
adaptó la novela al cine. Zweig y yo sabíamos que pocos directores han
movido la cámara con la elegancia, la naturalidad y el conocimiento del
director alemán, siguiendo aquí a Joan Fontaine y Luis Jourdan. Y en la
película el escritor de la novela es un músico que no deja de tocar "el
suspiro" de Liszt, pero la historia no cambió. Al principio de la novela
y de la película el escritor o músico recibe en su casa una misteriosa
carta que le remite una mujer desconocida. Le confiesa su amor, un amor
que resistió el paso del tiempo y el desdén del propio escritor, que no
se percató de su existencia. La mujer nos revela así los momentos más
relevantes de su vida, condicionada por ese amor desde que por primera
vez cruzó su mirada con la del escritor, cuando ella no era más que una
niña. Zweig y Ophüls sabían, como también lo sé yo, que es el eterno
tema del amor, un amor sin límites y sin tiempo. Ese amor enfermizo de
una niña que crece y envejece alimentada por una esperanza que no se
cumplirá.
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