Hace menos de un mes estuve observando cómo las olas entraban y salían de la piscina natural de la fotografía.
Esa piscina es de un bello hotel que está en el norte de Tenerife y que
cae a horcajadas sobre el mar alborotado. La primera vez que me alojé
en aquel lugar fue cuando viajé a Tenerife para dar una conferencia de
economía en el Casino Taoro del Puerto de la Cruz, en compañía de dos de
mis amigos y compañeros de la facultad, Ignacio Cáceres y Antonio
Carmona, el político y economista que
sale tanto en televisión. Aparte de bañarme con ellos en la playa de
nudistas de Benijo, que está escondida al norte de la isla, cerca de
Taganana, uno de los paraísos particulares que habito en este mundo y
donde escribí un libro de poemas que se me perdió hace años (los poemas
siempre se me pierden por el borde de la página o el ordenador porque no
soy capaz de darles una estructura narrativa), me bañé en varias
ocasiones en esa piscina sin que la marea subiera lo suficiente como
para nublarme la vista y el tacto, caminando sobre las algas
escurridizas que me recordaban el terciopelo de tu sangre íntima, suaves
como las sábanas donde siempre te ha gustado envolverte para
sorprenderme cuando las horas desaparecen con la noche.
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