"Como mujer, no tengo patria. Como mujer, no quiero patria. Como mujer, mi patria es el mundo entero" (Virginia Woolf).
Con estas palabras inicié la tertulia por Zoom de este martes por la tarde. Luego leí unas palabras que me envió Javier del Prado pues lo tenemos malito en casa. "Me hubiera gustado tratar el tema de la narratividad versus poeticidad, en la organización textual de "Las olas", con la alternancia musical de los tres regímenes de escritura organizados por los seis fragmentos en bastardilla del poema sobre el "cielo mar" en los seis momentos del día". Y debatimos sobre el "cuarto propio", el "escritor andrógino", el "flujo de conciencia", la influencia de Joyce, la película "Las horas" y la diferencia entre la escritura femenina y la masculina.
Yo tenía pensado leer un texto que publiqué hace años en la revista Turia sobre el innatismo en la literatura de Virginia Woolf, pero tras releerlo unos días antes de la tertulia concluí que ya no me gustaba. Cuando lo escribí estaba demasiado infuido por Chomsky. Así que decidí leer este otro:
Virginia Woolf fue una mujer contestataria, llena de contradicciones y ambigüedades, propias de su manera de ser y de su educación y el momento que le tocó vivir, siempre en lucha entre el "deber ser" y el "querer ser" como mujer. Una sensibilidad que volvía al útero materno cuando escribía, un regreso a la infancia para encontrarse con ella misma, con sus fantasmas y fantasías, sin dejar de sentir el complejo de Electra o incluso Edipo, como si Egisto y Clitemnestra, o Layo y Yocasta dictaran su sentimiento. "Yo soy una sensibilidad cuando me pongo a escribir", escribió, y nos dijo mucho más con esa frase que lo que puedan argumentar sus biógrafos a lo largo de cientos de páginas. El regreso a la realidad supone la comprobación de que somos menos de lo que soñamos, pues vivir la vida que uno no vive es fuente de ansiedad, un desajuste que puede tornarse en rebeldía. Salir de uno mismo, ser otro, aunque sea ilusoriamente, es una manera de ser menos esclavo y de experimentar los riesgos de la libertad. Tras una de sus recaídas mentales, Virginia escribió que la sangre estaba volviendo de nuevo a su cerebro, un sentimiento extraño, como si una parte de ella estuviera regresando a la vida. Todas las voces que solía escuchar, que le decían que hiciera todo tipo de locuras, se habían ido. Sus libros reflejan su forma de vivir (y escribir). No conozco a nadie que no haya vuelto a leer a Virginia Woolf tras haberla leído por primera vez. Tan solo es estimulante lo difícil. En el grupo de Bloomsbury todos sabían que únicamente dos personas podían ser consideradas geniales: John Maynad Keynes y Virginia Woolf. El sobrino de esta, Quentin Bell (cómo disfruté con su biografía hace años) escribió del primero que era increíblemente inteligente, con la naturaleza sensual, afectuosa, volátil y optimista, que podía resultar muy atractiva. Fue el personaje más grande que Virginia llegó a conocer nunca íntimamente. Yo estoy convencido de que a Keynes le ocurrió lo mismo respecto de ella, a pesar de que en los últimos años de su vida renegara hasta cierto punto de la visión del mundo que había aprendido de G. E. Moore. Para Woolf la mujer "contada" por la literatura sería un ser interesante: bueno y malo, dulce y trágico. Clitemnestra, Medea, Desdémona, y no solo en el teatro, sino en las novelas de Balzac o de Proust. Pero, ¿cómo ha sido tratada como escritora?, se pregunta. Si lo gatos sin cola no van al cielo, me dijo una tarde Ana María Navales paseando por la Gran Vía, las mujeres tampoco podrán escribir como Shakespeare. ¿Si Shakespeare hubiera tenido una hermana llamada Judith, habría sido capaz de escribir todas las obras de su hermano? Él aprendió latín en la escuela secundaria, donde leyó a Ovidio, Virgilio, Horacio, así como gramática y lógica. Vivió una juventud aventurera y se fue a Londres en busca de fortuna después de tener un hijo. Le gustaba el teatro, eso estaba claro. Fue actor, autor, tuvo éxito y el amo del mundo en su tiempo. ¿Y su hermana, qué habría podido hacer ella? Sus padres la querrían, claro, pero hubieran pensado en casarla con el hijo de un rico comerciante de la localidad. Y como Judith estaría enamorada de la musicalidad de las palabras, huiría de casa (pudo haberlo hecho, sin duda), se iría también a Londres, querría trabajar en el teatro, pero nadie la contrataría. Acabaría preñada de un autor o actor o director. Moriría sin pena ni gloria, se llamara Judith o no. Cualquier mujer “artista” en el siglo XVI se hubiera vuelto loca por vivir algo parecido, o incluso se habría suicidado, aunque es posible que también les ocurriera a muchos hombres.
En su opinión (las de Virginia y Ana María), escribir una obra genial era una proeza. Todo estaba en contra de la mujer que quería ser escritora: los perros ladraban, la gente gritaba, había que conseguir dinero, la salud fallaba cuando menos se esperaba. El mundo no le pedía que escribiera una obra, y tampoco una obra maestra. Si salía era casi un milagro. Y en lo referente a la mujer (no en el de Carlyle, Keats o Flaubert, me asegura tras pedir una horchata en la terraza del Círculo de Bellas Artes) será un doble milagro. Ya no sería eso de escribe si quieres, que a mí me da igual, dirigido al hombre, sino ¿escribir, para qué? Virginia o Ana Maria miran al cielo de Madrid, y me hablan de Jane Austen, las hermanas Brontë y George Eliot, que abrieron el camino a otras muchas, como ocurrió siglos atrás con los hombres que se dedicaban al arte. Austen escribió sin odio, sin amargura, sin temor, sin protestas, sin sermones. A través de esta idea, Ana María y Virginia me dicen que las mujeres escriben como escriben las mujeres, no como lo hacen los hombres. Se preguntan por qué las escritoras creaban heroínas tan simples, alejadas de complejidades sentimentales. Luego me dicen que nos demos un paseo por el Retiro y entonces sacan una segunda conclusión para las mujeres escritoras. Tienen que escribir olvidándose de que son mujeres y llenar las páginas de la cualidad sexual que solo se logra cuando el sexo se ha convertido en algo inconsciente de sí mismo. Y mientras pisamos la hierba se refieren a aquel tiempo en que las mujeres no podían pisar la hierba o acceder a una biblioteca salvo que la acompañara un "felow”" o "scholard". Es el 26 de octubre de 1928, un día en el que Londres no piensa precisamente en escribir novelas, ya sean de hombres o de mujeres, ni en Shakespeare. Mis amigas reconocen el esfuerzo para separar un sexo de otro, con su influencia sobre la "unidad de la mente". Porque lo ideal es que los sexos cooperen. ¿La mente tiene también dos sexos, se preguntan, que se corresponden con los dos sexos del cuerpo que necesitan estar unidos para lograr la satisfacción y la felicidad? Quizá lo ideal es que existan escritores "andróginos". Coleridge argumentó que las grandes mentes son andróginas, como ocurre con los escritores que la apasionan: Shakespeare, Sterne, Keats, el propio Coleridge. La mujer es ser mujer con algo de hombre, y el hombre es hombre con algo de mujer.
Y ahora, mientras me tomo el primer café de la mañana, escucho la música de la película "Orlando" (1993), de Sally Potter, la historia de una mujer que es hombre y viceversa, y que tanto me recuerda al cine de Peter Greenaway, como comenté en la tertulia, a la vez que observo la fotografía de niña de Virginia Woolf, junto a su hermana Vanessa jugando al críquet, y me acuerdo de una tarde de verano en el jardín de un castillo del norte de Escocia cubierto por la niebla cuando yo también estuve jugando al críquet y escribiendo con mi vida antes de escribir:
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