"La muerte (o su alusión) hace precisos y patéticos a los hombres. Estos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último (...) Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible (...) Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós (...) Cuando se acerca el fin -escribió Cartaphilus- ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos".
Estas son las frases de "Los inmortales", de Borges, el primero de los relatos de "El Aleph" (1949 y reeditado por el propio Borges en 1974) que elegí ayer para empezar la tertulia de literatura en Casa Manolo. Acto seguido tomaron la palabra los miembros de la tertulia que ayer quisieron acudir para debatir sobre uno de los relatos más apetitosos, profundos, irónicos y actuales de Borges. Todos dijeron algunas cosas y yo me lo pasé muy bien escuchándolos. Me refiero a Francisca Arias (que nos acompañaba por primera vez de manera física, ya que vive en un pueblo de Sevilla de cuyo nombre no me acuerdo, jeje), Pepe Villacís (el papá de la vicealcaldesa de Madrid, cuya literatura desborda de Borges y de García Márquez), Cristina Fernández Martínez (que se trajo un lbro muy gordo con las obras completas de Borges), Mariwan Shall, María José Muñoz Spínola, Javier Del Prado Biezma, Almudena Mestre, Peter Redwhite, Begoña Garcia, Carmen Sogo (que nos leyó un hermoso texto que leyó en su día a sus alumnos de altas capacidades), Elena Peralta, Aurora da Cruz, Antonio Benicio Huerga, Pilar S. Tarduchy y Oskar Rodrigañez Flores (que me regalaron una botella de champán y otra cosa que también se me ha olvidado, aunque la tengo delante, jeje; ayer no era mi cumpleaños y este año tampoco, pero saben que me gusta mucho el champán), Juan Tena, Concepción Heras Elvira, José Antonio Sánchez-cid, Lucía Santamaría, Susana Fraile, Carmen Hernando. Al final cantamos el cumpleaños feliz a María José por su medio siglo de vida intensa y arquitectónica (para acabar analizó el relato desde el punto de vista de su arquitectura lingüística, con su proverbial agudeza).
Se trataba de hablar de la eternidad, del tiempo y del espacio, del laberinto de la palabra, de los narradores "implícitos" del relato, del propio Borges, el anticuario Joseph Carthapilus, Pope, Homero, Rufo. Lo de menos es quién nos cuente la historia, ya que la autoría son meras construcciones simbólicas de los mortales. Y este relato habla de cómo llegar hasta la inmortalidad a través de una ciudad y un río, y después regresar a la mortalidad pues la inmortalidad sería inaguantable. Aquí el único inmortal continúa siendo el mismísimo Borges, un escritor imperecedero capaz de reírse de sí mismo, de la coherencia del relato y de escribir frases como esta: "Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática del español de Salónica y de portugués de Macao". Y no quiero explicar más. El que desee saber cómo se escribe con la calidad de Borges, y con su inmortalidad literaria, debe leerlo y sobre todo releerlo.
Y ahora, mientras escribo y me tomo un café, me viene a la cabeza el concierto de piano de Mason Bates, cuyo estreno escuché hace poco en Madrid, en el Auditorio de Música de Príncipe de Vergara, después de hacerlo en París, y cuyos tres movimientos recorren la eterna historia humanista de la música occidental, que iría desde el Renacimiento hasta el jazz pasando por el Romanticismo. Esta vez se me olvidó bajar a saludar, en el descanso, a la violinista Virginia Gonzalez Leonhardt, como cuando interpretó el Concierto de violín de Edward Elgar el domingo anterior al confinamiento. A Virginia me la presentó la escritora Cristina Cerrada, con la que estudié Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, tras encontrármelas en la puerta del parking de la calle Fuencarral en uno de mis paseos por el barrio, pero esa es otra historia o tal vez sea la misma historia de la inmortalidad de siempre:
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