La imaginación y la fantasía son esenciales para definir la teoría de la "sentimentalidad" que parte de Aristóteles y llega hasta nuestros días. Nunca viajo para descansar o cambiar de aires; solo lo hago por amor y siempre en busca del conocimiento. Por este motivo leo, escribo, voy al cine y me meto en los museos y las catedrales. Y a veces me encuentro unicornios como el del tapiz que me encontré ayer. Cuando escribí el libro sobre Murakami hablé de dos tipos de unicornios, el originario de Grecia y el que proviene de China. Entre ambos hay diferencias. Como dice Borges en "El libro de los seres imaginarios", el unicornio griego y latino tiene el cuerpo de caballo, la cabeza de ciervo, las patas de elefante y cola de jabalí. Un largo y negro cuerno se eleva en medio de su frente. Por el contrario, el unicornio chino posee cuerpo de ciervo, cola de buey y cascos de caballo, y el cuerno de la frente es de carne. Y, además, según Da Vinci, el occidental tan solo puede ser capturado aprovechándose de su sensualidad, mientras que el oriental es, básicamente, un animal sagrado.
Me he encontrado unicornios en Cluny, el museo medieval de París que está al lado de la Sorbona. Y leyendo ayer esta elegante reseña de María José Muñoz Spínola al último libro de Fernando Vallejo volví a encontrarme con el unicornio:
Después de todo siempre se me ha podido atrapar a través de la sensualidad, como a los unicornios, aunque siempre termine escapándome entre las páginas de los libros y las notas de la música:
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