Si ayer mencioné al niño que quería ser como el Cid, don Quijote y el Zorro, montado en su bicicleta verde de la infancia, en estos días azules de primavera en los que me detengo en mis orígenes como escritor, ahora me tomo el primer café de la mañana y pienso en el Capítulo LXI de la Segunda parte del Quijote (De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto). "Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas, se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua; dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos. Comenzaron a moverse y a hacer un modo de escaramuza por las sosegadas aguas, correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían".
La fotografía es del otro día, después de bajarme de un tiovivo que había en medio de una plaza que me gusta mucho. Allí arriba me acordé de uno de mis cuentos, también al lado del mar, como el amor de Tristán e Isolda:
"El tiovivo".
"El mar se encontraba en calma, caía la noche y envolvía el tiempo y el espacio, y los animales de madera y de colores se preparaban para revivir la constante aventura de cinco minutos.
Ellos se acercaron midiendo el tiempo que los unía. Se miraban a los ojos, como si el mundo no existiera. Cuando hacían el amor era como si la evolución de la humanidad no tuviera otro sentido que reunirlos en un espacio sin coordenadas ni música. Ojalá no nos parásemos nunca, dijo ella. Y él asintió y buscó su mano, y la besó, mientras su beso daba la vuelta a las aceras, a la playa, a la ciudad aún despierta. Los niños y sus padres nos están mirando, aseguró él señalando con la mano hacia el espacio comprendido entre su tiempo y el tiempo de los demás. No veo a nadie, seguía ella acariciándolo con la mirada. No distingo las casas ni las luces, añadió, sólo creo en tu presencia cuando siento que me libero de mis recuerdos y los errores de mi vida.
En el instante en que los caballos dejaban de correr, ellos supieron que nunca podrían bajarse de allí".
("Cuentos de los viernes", 2015, Barteby, Madrid, p. 15).
El tiovivo daba vueltas y alguien tocaba el saxo, como ahora:
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