El otro día decía a algunos de mis alumnos que no conocen Madrid porque no son de esta ciudad, o ni siquiera son españoles, que para mí caminar por sus calles es como hacerlo por el pasillo de mi casa. En la mayoría de sus barrios conozco a alguien o he vivido historias que después transformo e incluyo en mis novelas como cuando con 17 o 18 años formé parte durante un tiempo del coro de la iglesia de San Francisco el Grande porque el cura me decía que tenía voz de barítono y me necesitaban, cuando yo solo iba porque me gustaba Ruth, una chica brasileña que se había criado en Asturias y vivía en Madrid, al lado de la Puerta de Toledo, y que gracias a la literatura ha terminado convirtiéndose en un personaje de mi última novela, "Poeta en Madrid". O en otra iglesia del Paseo de Extremadura de cuyo nombre no logro acordarme, con la diferencia de que la chica ahora se llamaba Beatriz, vivía en el Paseo de la Ermita del Santo y apareció en mi segunda novela, "Vivir es ver pasar".
Voy por el pasillo y miro a derecha e izquierda. Hay muchas puertas blancas, abiertas y cerradas. Alguien me saluda, me da los buenos días o las buenas noches, y me sonríe. Casi todas las personas que encuentro por el pasillo me sonríen. Acto seguido cada cual sigue con sus cosas, viviendo nuevas experiencias y recordando quizá las que tuvo conmigo o con los otros habitantes de la casa. Estando allá arriba, en la azotea, me vino a la cabeza una canción y no me la quité de la cabeza en toda la tarde, como un gato sin dueño por los tejados.
Como Sabina, los amores que matan nunca mueren:
Las dos fotografías son de ayer por la tarde desde la azotea del Ayuntamiento.
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