Ayer estuve caminando
temprano, despacio, por el Paseo de Recoletos, en ese momento mágico en
el que Madrid se despereza intentando recuperar la libertad perdida. Y
de esa libertad voy a hablar a lo largo de este texto. El Paseo de
Recoletos es uno de los lugares que más me gustan de la ciudad; limita
al norte con la Plaza de Colón y al sur con la de Cibeles. En ocasiones
me siento en un banco que está situado en medio del Paseo, frente al Café
Gijón, el mismo donde se sentaba uno de mis amigos, Miguel Ángel Andés,
uno de los últimos bohemios de verdad que he conocido, amigo también de
Antonio Zaballos. Siempre decía que se sentaba allí para estar cerca de
los escritores del Gijón; no tenía dinero para pagarse un café con
leche de esos tan caros, aseguraba. Además con aquel dinero podía
acercarse a la Cuesta de Moyano, en Atocha, camino del Retiro, y
comprarse la novela de uno de esos autores olvidados que le gustaban
tanto. Murió demasiado joven y yo escribí sobre él años después en "Las
mentiras inexactas", la novela donde quise hablar de algunas de las
personas con las que aprendí que hay otras formas de mirar la vida, sin
vanidad ni orgullo, y una ambición desmesurada por el dinero, el poder y
la notoriedad. Mi amigo era pintor, poeta, narrador, ensayista y sobre
todo alguien diferente. Me lo encuentro siempre por casa a través de los
cuadros que quise comprarle, pero que me regalaba él. Ya le pagaba con
mi amistad, decía entre sonrisas. Y por eso le invité a entrar en mi
vida privada, algo poco habitual en mí. Miguel Ángel no quiso trabajar a
cambio de un salario en todos esos empleos donde tuviera que fichar
cada mañana, ya fuera en un Banco, una compañía de seguros, una
Universidad, la multinacional de turno o la editorial que te paga para
que escribas el libro que está a la moda. Decía que el arte y la
literatura no están al servicio de nadie, salvo de Dios, y que la
persona libre es aquella que tiene más tiempo libre durante toda su
vida.
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