miércoles, 29 de julio de 2020

"El mar visto desde Madrid".

Hacía muchos años que no pasaba tanto tiempo en Madrid sin subirme a un avión. Cuando era joven siempre que quería enseñar el mar a mis novias las llevaba al parque del Templo de Debod (segunda fotografía que saqué ayer martes por la mañana). Luego les contaba la historia del templo que Egipto regaló a España en 1972 por ayudarles a salvar los templos de Nubia, entre el sur de Egipto y el norte de Sudán. Levantado alrededor del 200 a. C., era un lugar de paso para los peregrinos que se dirigían al gran centro religioso dedicado a la diosa Isis, en la próxima isla de Filé. Acto seguido pedía a mis amigas que se asomaran a la barandilla de la cuarta foto. Desde aquel lugar podrían contemplar el mar, decía. En realidad, distinguirían todos los mares del mundo, pues todos son de Madrid. El único problema es que están algo lejos, pero a los madrileños no nos importa, al menos a los de Chamberí, y llegamos en seguida. A tres horas se encuentra el Cantábrico, a algo más el Mediterráneo y el Atlántico, y si te subes a un avión puedes bañarte al cabo de un rato en las aguas tranquilas y transparentes de Formentera y las más salvajes del norte de Tenerife. A la izquierda de esa foto (la tercera) quedan el Palacio Real y la Catedral de la Almudena, decía entonces a mis amigas, y a la derecha el Paseo de Rosales, con quioscos donde sirven horchatas que me gustan mucho. En medio estaba mi corazón, que les pertenecía por entero.

Ellas sonreían, claro, y me besaban.

Después llegaría el beso de mi diosa Isis particular, que abarcaba todos los poderes femeninos, mientras escuchábamos a Chaikovski cerca de allí, en el Café Viena de la calle Luisa Fernanda, donde una vez invitamos a cenar a nuestros amigos antes de coger en Chamartín el tren nocturno a París, en un viaje que terminaría, literalmente, en la estación del Museo de Orsay y en mi novela "Vivir es ver pasar":

https://www.youtube.com/watch?v=P_faR8r8k4g




 


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