En las últimas semanas he compartido algunas de las sinfonías de Bruckner. Me quedaba hablar de la Novena, que quedó incompleta sin el cuarto movimiento, y que, a pesar de ello, es un monumento a la música, un compendio del sinfonismo romántico que termina con un Adagio que tan solo se lo he escuchado a Mahler. Es posible que Mahler no hubiera sido el mismo sin Bruckner, como Bruckner no lo fue sin la Novena de Schubert. El otro día la arquitecta María José Muñoz Spínola -reciente e inteligente incorporación a la tertulia del Café Gijón- se refirió en un comentario en este muro a la "memoria involuntaria". Tras leerlo me vino a la cabeza el concepto que acuñó Proust, cuando la memoria no depende de la voluntad sino de ese ejercicio de subjetivación tan presente en el pensamiento de Walter Berjamín. Baudelaire se había referido a ello sin utilizar ese término, como ocurre con tantas imágenes de la Antigüedad y la Edad Media que explotan con el Surrealismo. Pensemos en una historia abierta, en los saltos dialécticos entre el pasado y el presente, y el "tiempo perdido" que a veces se nos olvida en nuestra interioridad temporal. Bergson aludió a lo que hemos sentido, pensado e incluso querido desde nuestra primera infancia, algo que se encuentra ahí, inclinado sobre el presente con el que en seguida va a reunirse, presionando contra la puerta de la consciencia, que quería dejarlo afuera. Tal vez por ello Proust encontró en "Las flores del mal" el tiempo pleno, el de la memoria y la experiencia.
Ayer fue domingo y saqué esas fotos de Colón, Goya, el colegio del Pilar y Alonso Martínez. La historia de la cultura es fascinante, me dije, como recorrer las calles de mi ciudad escuchando a Bruckner mientras Haitink dirige la orquesta en París.
Es el beso de buenas noches de nuestra madre, en Madrid, París o Combray:
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