Ayer desayuné con la escritora Almudena Mestre en la terracita del Café Comercial. Ella quería que le dedicara el relato que escribí para el libro que tiene en la mano en esta fotografía, sobre la historia del Café, editado por Rafael Soler. También le firmó su relato el dueño del kiosko que lleva toda la vida en Bilbao, viendo entrar y salir a la gente por la puerta giratoria.
Pero en realidad hoy quería hablar de otra cosa.
Después de pagar la cuenta, Almudena me pidió que la acompañara a la Casa del Libro de la calle Fuencarral y acto seguido al Metro de Alonso Martínez. Sentados a la mesa, Almudena me había contado su experiencia como trabajadora en un Centro de Primera Acogida. Estos centros se han diseñado para prestar "atención" temporal, y con carácter de urgencia, a niños privados de la necesaria atención material, afectiva y educativa. Almudena lleva trabajando en uno de Arturo Soria desde el mes de mayo, y sabe cómo los educadores se dejan la piel con unos niños con auténticas necesidades, sobre todo afectivas. Pues bien, hacia el final de la calle Sagasta nos detuvo un niño de alrededor de diez años que se abrazó a Almudena. No sabe castellano, y se limitó a apretarla con fuerza. Iba con su madre, una mujer rubia de treinta y tantos años, y otro niño algo más pequeño. La mujer se quedó un tanto sorprendida, balbuceó algunas palabras de agradecimiento en castellano y luego seguimos caminando hacia la boca de Metro. Poco después me giré y vi que el niño continuaba mirándonos y sonriendo. Almudena me comentó que el centro había acogido a cuatro niños de Georgia, entre los que estaban estos dos hermanos, mientras sus padres arreglaban los papeles. Camino de casa recordé una melodía que gustaba mucho a mi madre. Es de un compositor nacido en Tbilisi, la capital de Georgia, aunque vivió en Rusia.
Amanece, escucho el adagio y recuerdo la mirada de ese niño por la calle Sagasta de Madrid.
Y recuerdo su abrazo:
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