Aún la conservo. En ella mi padre me enseñó a montar y a mantener el equilibrio en esta vida. No tardé mucho en leer a Aristóteles y la "Ética a Nicómaco" dedicada a su hijo y conocer la idea esencial del "mesótês", el verdadero equilibrio, el justo medio como virtud ética. Mi vida está dominada por la pasión, por supuesto, pero desde ese equilibrio que él me enseñó, algo que procuro repetir siempre a mi hijo y a mis alumnos.
Otro de los recuerdos de los veranos de mi infancia son los paseos que hacía con mi padre antes de que saliera el sol en la casa de la sierra. Me hablaba de los nombres de las cosas, las nombraba casi por primera vez para mí, las estrellas y las plantas, los pájaros y los árboles, la historia del perro Barba que una vez se enfrentó a una manada de lobos. Un día me despertó a las seis de la mañana y me dijo que quería llevarme a lo alto de la montaña. Yo me desperecé entre grandes aspavientos, me mojé los ojos con la punta de los dedos, me tomé la leche con Cola Cao que siempre me preparaba mi madre y salí, aterido, al camino. Venga, Justito, ya queda poco, dijo tras atravesar la garganta que bajaba de la montaña, después de dos horas de caminata. Observé la inmensidad del valle, y luego lo miré a él. Tenía un rostro de serena felicidad, y comprendí que lo importante no había sido llegar hasta allí.
Mi padre también me enseñó a amar la música, regalándome discos como este:
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