Será a las 19 h en la tercera planta del Ateneo de la calle Prado de Madrid, con el título de "¿Por qué leer a Proust en el siglo XXI?" Ya que llevo varios días escribiendo sobre la "memoria", a partir de la escritora Annie Ernaux, el cineasta Apichatpong Weerasethakul y el humanismo de Simone Veil, no está de más detenerme un instante en la "memoria involuntaria" de Proust. Recuerdo que la profesora María Luisa Guerrero, discípula de Javier del Prado Biezma, me dio clase en la Complutense de una asignatura que se llamaba "Proust, Joyce y Kafka" y que impartían tres departamentos de la Facultad, los de filología francesa, inglesa y alemana, para cada autor. Ahora me acerco a la biblioteca de casa, busco la letra "P", tomo una de las versiones de la novela de Proust y leo con un café humeante en la mano:
"Al subir a acostarme, mi único consuelo era que mamá habría de venir a darme un beso cuando ya estuviera yo en la cama. Pero duraba tan poco aquella despedida y volvía mamá a marcharse tan pronto, que aquel momento en que la oía subir, cuando se sentía por el pasillo de doble puerta el leve roce de su traje de jardín, de muselina blanca con cordoncitos colgantes de paja trenzada, era para mí un momento doloroso. Porque anunciaba el instante que vendría después, cuando me dejara solo y volviera abajo. Y por eso llegué a desear que ese adiós con que yo estaba tan encariñado viniera lo más tarde posible y que se prolongara aquel espacio de tregua que precedía a la llegada de mamá. Muchas veces, cuando ya me había dado un beso e iba a abrir la puerta para marcharse, quería llamarla, decirle que me diera otro beso, pero ya sabía que pondría cara de enfado, porque aquella concesión que mamá hacía a mi tristeza y a mi inquietud subiendo a decirme adiós, molestaba a mi padre, a quien parecían absurdos estos ritos..."
Cuando vivía en una buhardilla del barrio de las Letras fui socio del Ateneo varios años. Luego dejé de pagar el recibo, pero de vez en cuando aún me acerco por allí. Es un lugar sumamente decadente, casi de otra época, y le encuentro cierto encanto.
La última vez que estuve escuché la Appasionata de Beethoven en su Salón de Actos, aunque no la interpretó Barenboim:
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