El Kilimanjaro es una montaña cubierta de nieve de 5895 metros de altura, y dicen que es la más alta de África. Su nombre es, en masai, "Ngáje Ngái" o "la Casa de Dios". Cerca de la cima se encuentra el esqueleto helado de un leopardo, y nadie ha podido explicarse qué estaba buscando por aquellas alturas.
Ernest Hemingway se preguntaba en este relato por el sentido del escritor o tan solo de la propia vida. Y lo hacía sugiriendo, más que mostrando, con espacios en blanco que debía rellenar el lector. Es la teoría del iceberg o de la omisión que aprendí de él y que aplico cuando escribo incluso un post en Facebook. Tal vez por eso es de los escritores con los que me iría de copas para hablar de literatura. También me iría con Woody Allen, quien después de todo se quedó con su nieta Tracy en la ficción en "Manhattan", aquella película que podría ver cientos de veces sin cansarme, como me sucede con la "Rhapsody in Blue" de George Gershwin. Y no me importaría pasear con Bertrand Tavernier para charlar de cine, mientras escuchamos a Dexter Gordon en "Alrededor de la Medianoche" y vemos cómo se derrite la nieve del Kilimanjaro.
Lo sé porque el leopardo soy yo:
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